martes, 27 de abril de 2010

La maratón, ton, ton


El domingo por la mañana temprano me llamó la miss.

- Que si te vienes conmigo a ver a tu hijo en la maratón.

A mi heredero le ha dado últimamente por el deporte y, como es partidario de la excelencia, hace las cosas a lo grande. Empieza participando en la maratón de Madrid con la pretensión de irse a Nueva York en la próxima edición.

A mí me parece muy bien la gente que dedica su tiempo a practicar deporte, aunque jamás he conseguido encontrarle el encanto a tal práctica, cualquiera que sea la modalidad deportiva elegida.


Así que, de buena mañana, se me ocurren varias posibilidades mucho más divertidas pero tampoco quiero pasar a la historia como la suegra in pectore más desaborida que han visto los siglos. Dije que bueno, con un entusiasmo perfectamente descriptible.

- ¿Dónde quedamos?, pregunto.

- Si te parece, en el Reina Sofía y podemos darnos una vuelta por el museo mientras esperamos el paso de los corredores.

El heredero, que ya se ha hecho una media maratón en dos horas, ha calculado que concluirá la maratón entera en cuatro horas. Con arreglo a esa estimación, deberíamos esperar su paso por Atocha antes de las 13 horas. A las 12,15 estamos las dos en mitad de la plaza bajo un sol que empieza a calentar. Los corredores pasan aún a buen trotecillo.


Una mujer pregunta si tenemos algo dulce para alguien que parece que viene con hipoglucemia. Miro en mi bolso y no encuentro nada. La miss saca un chicle sin azúcar.

- Es por las calorías, se justifica.

Poco a poco, sin ponernos previamente de acuerdo, volvemos frente al Reina Sofía buscando la sombrita. En la isleta, un equipo del Samur presta asistencia a un corredor que está tumbado con las piernas en alto.

- ¿Qué zapatillas llevaba?, pregunto.

- No es él, responde la miss, como si me leyera el pensamiento.

Cogemos una sombrita, nos acodamos en la barandilla del tunel y nos disponemos a pasar lista a los corredores. 15.000 han tomado la salida, que ya se necesita moral.
Los hay que se han provisto de toda la parafernalia que se supone inherente a la marcha y los hay que corren como si hubieran cogido lo primero que vieron al levantarse. De pronto, pasa ante nosotras un corredor vestido de soldado romano, como los de los belenes, saludando marcialmente. Luego, otro vestido de spiderman. La gente aplaude.

Esa es otra cosa que me choca. Miles de personas que esta mañana de domingo primaveral toman posiciones a lo largo de los 42.195 metros del trazado para animar a los corredores. Algunos serán familia pero no todos, digo yo. Es verdad que hay gente p’a tó, que dijo El Guerra.

Varios corredores llevan camisetas del Club Los Ramones. Si los vieran los del grupo punk les daba un soponcio.

- Ánimo, que ya sólo faltan tres, repite un chico que se ha apalancado detrás de nosotras.

- Sólo de pensar que tengo que hacer ahora tres kilómetros, me entra flato, dice la miss, a quien yo le hacía más espíritu deportivo.

Pasa el tiempo y los corredores a un ritmo constante, ahora más ralentizado. Ante nosotras pasan un hombre joven y un adolescente. En la camiseta del primero se lee: Padre. En el del segundo: Hijo.

Algunos han perdido el trote y van caminando. Oigo a uno que habla con su compañero, con voz entrecortada.

- Mi mujer está salida…(joer, pienso) de cuentas…(pues si se pone de parto de poco le va a valer el tipo este, me digo).

Abundan las sirenas de las ambulancias o las motos del Samur.

El heredero se ha entrenado y corre con un amigo. La miss llama de vez en cuando a la mujer del otro corredor.

- Por aquí empiezan a pasar ya los corredores escombro, le dice.

A todo esto, son más de la una y media y ni señal del heredero.

- Lo mismo se están tomando unas cañas tan ricamente y nosotras aquí como dos gilipollas, me dice, de repente, la miss.

Por primera vez, la veo con otros ojos. A ver si va a resultar que no es tan tonta como yo creo… Pero también puede ser una falsa alarma.

A las 13,45 pasa el amigo. Parece fresco. Le animamos.

- Venga, campeón.

El hombre nos mira y sonríe como puede.

La miss llama a su mujer.

- Que acaba de pasar Vicente.

Ha dado al manos libres así que oigo a la otra que dice: Sí señor, con un par.

- Pues no sabría decirte, responde la miss, no me he fijado si va con un par o ha perdido alguno por el camino.

Huy, huy, huy, me digo. Ésta está hoy respondona.

Cuando nos damos cuenta, estamos solas. Puede que los grupos que nos acompañaban fueran familiares y se hayan ido despues de haber visto pasar a los suyos. Nosotras seguimos esperando.

Pasan las dos cuando aparece el heredero. Trata de aguantar el tipo pero se ve que viene maltrecho. Oigo que dice a la miss.

- No sé si voy a aguantar.

Pero aguanta y, finalmente, entra en meta. Hecho un nazareno, pero entra.

- Tenemos que traer un bolso de Prada a tu madrecuando vayas a la maratón de Nueva York, dice la miss al heredero, porque ha aguantado el maratón a pie firme como una leona.

El heredero pone cara de carnero a medio morir. No le queda resuello para responder pero por su expresión deduzco que me he quedado sin bolso. Para mí que éste no corre otra maratón en su vida.

- ¡Viva la paella!, grita un corredor que en ese momento atraviesa la meta.

domingo, 25 de abril de 2010

Sapere aude



El sábado fui a la manifestación de Madrid. Lo dudé hasta el último momento. Garzón me echaba para atrás.

No me gusta el juez. No me gusta que dejara la judicatura para pasar a la política como fichaje estrella del PSOE, que volviera a la judicatura cuando los socialistas no le dieron lo que esperaba o creía merecer.

No me gusta que, de nuevo como juez, desempolvara expedientes que había congelado en su etapa anterior y abriera procedimientos, se supone que con lo que había conocido a su paso por la política. No me gusta que no se inhibiera de la instrucción cuando se trataba de procesar a sus adversarios. Consiguió que la justicia condenara al ex ministro Barrionuevo y al ex secretario de Estado Rafael Vera, que seguramente lo tenían merecido, pero él no debió hacerlo. Debió inhibirse para que otros jueces lo hicieran.


No me gusta la forma en que se desenvuelve, esa forma de ir de sobrado por la vida. No me gusta su afán de protagonismo, no me gusta que sea tan mal juez. ¿He dicho que no me gusta? Pues eso.

Me debatía, pues, entre mi antipatía por el juez y mi apoyo a las víctimas del franquismo. Me acerqué a la calle de Alcalá y me uní a la riada que se dirigía a Sol bajo el lema “Contra la impunidad del franquismo. En solidaridad con las víctimas. Verdad, justicia y reparación”


En el camino, recapitulé sobre el artículo que Joaquín Leguina, socialista, primer presidente de la Comunidad de Madrid, publicó ayer en El País: En la transición se hizo lo que había que hacer, asevera, pasemos página, propone.



Hoy, el escritor Andrés Trapiello escribe en el mismo periódico un artículo en el que se declara a favor de una especie de ley de punto final. “La neutralización del guerracivilismo español requiere el desmantelamiento de los símbolos de la dictadura franquista – por ejemplo, el Valle de los Caídos – y la condena explícita del golpe de estado de 1936”, plantea. Trapiello relexiona acerca de si la sociedad española está preparada para saberlo todo. Sapere aude, atrévete a saber.

Creo que son dos buenas aportaciones para quien pretenda formarse una opinión, que dejo aquí por si te interesa.

sábado, 24 de abril de 2010

Arturo Barea, entre costuras



Para quienes somos lectores empedernidos, el día del libro es una fiesta aunque no se viva en Cataluña, donde ese día es fiesta oficial.

En Madrid, la Comunidad de idem organizó la Noche de los Libros con un montón de propuestas que incluían recitales poéticos, actuaciones musicales, presentaciones de libros, performances y debates. Para todos los gustos.

Como ya tengo confesado, me gusta zascandilear por Madrid incluso sin necesidad de excusa, más aún cuando se presenta una oferta tentadora. A las 7 de la tarde, mi chico y yo estábamos ya recogiditos en la calle dispuestos a recorrer el itinerario preparado por la Comunidad hasta donde el cuerpo nos diera de sí.

A poco de salir de casa nos percatamos de que la misma idea que nosotros la habían tenido muchos miles de vecinos de la villa; cuando llegamos a Sol estaban a punto de cerrar por overbooking. Pero a nosotros se nos desalienta muy difícilmente. No tienes más que ver la tenacidad que pone doña Esperanza Aguirre en destrozar los servicios públicos de esta su comunidad, al parecer con el propósito de echarnos a todos de una vez y quedarse tan a gustito sola con los suyos, y nosotros erre que erre aquí seguimos. Y encima que ni la hemos votado ni pensamos votarla.

Bueno, a lo que iba – es que doña Espe es muy capaz de desviar la inspiración incluso al mismísimo don Miguel de Cervantes, que no es el caso – fuimos haciendo la ruta de acuerdo con el programa que disponíamos. Una paradita en la Casa del Libro de la Gran Vía, que había un grupo de actores, un paseo por la Plaza de la Luna, donde actuaban varios grupos musicales – Parade, en el momento en que estuvimos nosotros – y seguimos recorrido hasta el edificio que la Comunidad de Madrid tiene en la calla de Alcalá, donde a esa hora se anunciaba un debate con el título “Cuando historia y ficción se dan la mano”.


Intervenían María Dueñas, autora de “Tiempo entre costuras”, Manuel Francisco Reina, joven autor que acaba de publicar el libro “La emperatriz amarga” sobre la mujer del emperador Adriano, y Luis Alberto de Cuenca, poeta, que intervenía como moderador. Llegamos con el debate iniciado pero, lo que seguimos estuvo francamente bien.

Hablaron sobre la novela histórica, analizaron las licencias que permite este género, su éxito actual. Las ventajas que supone escribir sobre una época remota y las limitaciones cuando se escribe sobre una época inmediata de la que hay muchos testigos que pueden puntualizar al autor.

Confieso que no he leído nada del otro autor, aunque ya me lo he apuntado porque me causó muy buena impresión. En cambio, estoy enfrascada en el libro, primero y único de momento, de María Dueñas.


Sucede que hace muy poco tiempo que he leido la trilogía de Arturo Barea “La forja de un rebelde”, un espléndido retrato de la sociedad española en las primeras décadas del siglo XX, de las guerras de África, la preguerra y la guerra civil.


Barea novela su propia vida y nos deja una descripción descarnada de aquellos años con el nervio y la fuerza que acertó a imprimir a su obra.


En algunos pasajes de “Tiempo entre costuras” me ha parecido entrever una influencia de Barea. A mayor abundamiento, Dueñas da el nombre de Elena Barea a un personaje episódico (una clienta del taller donde trabaja la protagonista en su juventud).
Así que aproveché el turno de preguntas para inquirir sobre este aspecto.

Y te cuento que María Dueñas respondió que, efectivamente, había buceado en Barea para documentarse antes de escribir su novela y que pretendió homenajearle al darle su apellido a un personaje. “Las lectoras – insisto, las lectoras – acaban por descubrir todos mis trucos”, añadió.

Terminamos la noche moviendo el esqueleto en la Plaza de Agustín Lara. Para castizos, nosotros.

jueves, 22 de abril de 2010

Lo que son y lo que aparentan


Me gusta callejear. En la calle se aprende cantidad y además entretiene. Suelo fijarme en las pintadas, las inscripciones, mensaje anónimos que alguien deja para la posteridad.


Cuelgo aquí una remesa de inscripciones que he ido recopilando de aquí y de allá. En esta primera tanda subiré las que han sido captadas en territorio nacional. Otro día colgaré las foráneas.


La que abre comentario la capté en una furgoneta aparcada en el centro de Madrid. Y convendrás conmigo en que más sincera y expresiva no puede ser.


En un repaso por el callejero de la almendra que forma el centro de la capital, he encontrado perlas como las que siguen:




En Arlanzón, un pueblo de Castilla y León, encontré este indicador tan poco alentador sobre la fiabilidad del servicio postal.


Y en Huesca, este otro, reflejo de la afición del autor al morapio.


En Majaelrayo comprobé que cualquier lugar es bueno para colocar la propaganda electoral.


En Sepúlveda advierten a los incontinentes de una sanción que dudo mucho sea eficaz.
Porque a ver quién encuentra ahora pesetas para saldar la multa.

A esos efectos, más realista es la advertencia colgada en la tapia del Monasterio de la Encarnación, en pleno Madrid, - donde se licua la sangre de San Pantaleón cada 27 de julio -. “Se prohíbe Hacer Aguas Bajo la Multa Correspondiente”.


Luego están las inscripciones didácticas, como esta de la calle Amparo de Madrid.


Hay carteles admonitorios, como éste:


O reivindicativos


Inscripciones informativas, como la de este lotero que ha dejado memoria de su suerte en un árbol próximo a la Plaza de Neptuno.


O ésta que encontré camino de la playa de La Barrosa, en Cádiz



Ésta apocalíptica es de la calle de Alcalá



Y esta otra que supone que siempre hay un roto para un descosido.


Hay pintadas de signo feminista como éstas



O otras que resumen la sabiduría popular.


Goza la vida cuando estás vivo porque vas a estar mucho tiempo muerto, dice el azulejo de Tazones, pueblo asturiano escenario de la serie "Doctor Mateo".


Hay gritos de protesta, como este de Córdoba


Y lápidas que tratan de perdurar un hecho histórico


La memoria de gente entregada


O fatua.


Hay inscripciones que recuerdan hechos luctuosos o seres queridos, como éstos tomados en Ribadelago, donde la rotura de un embalse causó decenas de muertos, algunos de cuyos cuerpos no pudieron recibir cristiana sepultura porque desaparecieron con las aguas.




Pero también los hay que te plantean interrogantes. ¿La unidad de medida de los gusanos es el litro?


Personalmente, me gusta éste. Está tomado en El Palmar, en la Albufera de Valencia y es un cartel en el que se fijan los turnos de pesca. El derecho de pesca se transmitía secularmente de padres a hijos; a las mujeres les ha costado muchos pleitos, mucha confrontación y mucho tiempo que se les reconociera el derecho a pescar. Pero ahí están.

martes, 20 de abril de 2010

ET y mi mismidad


A veces tengo la sensación de ser extra terrestre. Oigo comentarios y veo actuaciones que me parecen absolutamente estrambóticas pero nadie dice nada. Todos menos yo parecen entenderlas, como si se tratara de lo más lógico. Así que me digo, nena, lo mismo es que tú no eres de este mundo. Luego busco en el disco duro de mi memoria y encuentro recuerdos de mi infancia más remota así que si me he caído de otro planeta – como el Principito – debió de ser a poco de nacer. Pero no descarto nada.

Una de las extravagancias que más aturdida me tienen últimamente es la que tiene que ver con la producción de tinta de calamar por parte del PP en cuanto alguien menciona el caso Gürtel. Otra es la reiteración de alusiones a la transición como un periodo idílico durante el cual la derecha española se apresuró a arrimar el hombro al empeño común de construir un país democrático.

Voy a dejar de lado la primera cuestión porque tengo comprobado lo caras que están las cremas faciales y no quiero arrugar el ceño, que se me queda la arruga fija. Me centro en los años de la transición.

Algunos eruditos se remontan al 20 de diciembre de 1973, cuando ETA voló el coche de Luis Carrero Blanco, a la sazón presidente del Gobierno, para contar el inicio del proceso de transición porque en ese trance, don Francisco Franco dijo aquello de que no hay mal que por bien no venga. Frase que da una idea de su altura intelectual y de la profundidad de sus sentimientos.

Otros prefieren pensar que el pistoletazo de salida lo dieron los capitanes portugueses el 25 de abril de 1974 a los sones del inolvidable Grandola, vila morena. Sostenían los politólogos de la época que aquello impulsaría un efecto dominó que acabaría con todas las dictaduras del mundo, empezando por la más próxima que era la española.

Yo pongo el punto de partida en el 20 de noviembre de 1975, el día que murió en una cama del Hospital La Paz “el anterior jefe del Estado”, eufemismo con el que encubrimos que aún nos daba miedo decir el dictador.

Porque el sentimiento que recorrió el territorio nacional fue el miedo. Miedo, en primer lugar, a otra guerra civil que nos enfrentara a unos con otros y acabáramos matándonos otra vez y, a partir de ahí, a que el ejército saliera a la calle, a los fulanos de extrema derecha que campaban a sus anchas por las calles del país, a la policía – los grises – que actuaban sin medida ni control.

El miedo fue universal aunque por distintas razones. Hubo quien empezó a temer por su dinero y, en cuanto el general recibió el acta de defunción, se apresuró a trasladarlo al extranjero en maletines, en maletas, en bolsas, en lo que tenía a mano.

Incluso los grupos que habían actuado como oposición al franquismo se movieron con cautela no fuera a ser que los dejaran definitivamente fuera de juego. Porque, al contrario que en Portugal donde se produjo una revolución pacífica que desalojó a Marcelo Caetano, el sucesor del viejo Oliveira Salazar, en España el dictador murió de viejo, de enfermedad y en su cama. Por agotamiento.

Dentro del régimen, hubo quien se percató rápidamente de que Franco no era el Cid y que lo mismo lo de las batallas después de muerto era mera literatura. En consecuencia, se aprestó a mover las cosas siguiendo la máxima lampedusiana de cambiar todo para que nada cambie.

Entre esta gente abundaban los que de niños habían sido flechillas, de jóvenes se afiliaron al SEU y de mayores defendieron ardientemente los sagrados principios del Movimiento Nacional, cuales son: bien están las cosas cuando nosotros gobernamos. Esta militancia les ha permitido vivir plácidamente durante los 40 años de Franco – según ha asegurado hace poco tiempo Jaime Mayor Oreja, ministro de Interior que fue de Aznar, sobrino de Marcelino Oreja, ministro que fue de Suárez – y seguir viviendo con la misma tranquilidad en democracia.

Como eran chicos listos y, en su mayoría, habían heredado de sus mayores la sabiduría “política” y la sagacidad para mantenerse a flote, entendieron rápidamente que si no se adelantaban ellos a hacer los cambios que la sociedad española y los organismos internacionales reclamaban los cambios les vendrían dados dejándolos al margen. La historia asegura que tales cambios fueron impulsados por el rey y no soy yo quien para negarlo.

El caso es que durante los primeros meses, tras la muerte del dictador, permaneció en la Presidencia del Gobierno Carlos Arias Navarro tirando del freno de cualquier intento de apertura política hasta que en julio de 1976 el rey forzó su dimisión y maniobró para que le fuera presentada una terna que incluyera a Adolfo Suárez, al que designó como presidente del Gobierno.

Suárez se aprestó, efectivamente, a pactar con unos y con otros, a dirigir el proceso que había de concluir en el referéndum en el que se aprobaba la Constitución española, el 6 de diciembre de 1978. A partir de ahí, elecciones generales el 1 de marzo de 1979 que dieron el triunfo a la UCD, dimisión de Suárez en enero de 1981, intento de golpe de Estado a cargo del coronel Tejero el 23 de febrero de 1981, presidencia de Leopoldo Calvo Sotelo y el 28 de octubre de 1982 aplastante triunfo del partido socialista, con el que según la mayoría de estudiosos se cierra la transición.

Fueron unos meses frenéticos, un tiempo durante el cual una mayoría de españoles soñó un futuro de concordia, de entendimiento, de paz duradera. Una generación joven – muchos de edad y otros tantos de espíritu - creyó que tenía derecho a vivir en un país moderno y avanzado, homologable a cualquiera del entorno europeo, que todavía nos miraba con recelo.

Fuimos mayoría los que decidimos que queríamos mirar para adelante y apostamos por el futuro sin reproches a quienes durante décadas nos habían mantenido en un callejón sin salida. Para ello, fue preciso no mencionar las miserias de los años negros de dictadura. Esencialmente, porque se necesitaban todas las energías para construir la nueva sociedad pero también por generosidad de los vencidos que representaban la legalidad de la República.

Fuimos mayoría, pero hubo muchas ausencias.

Para que la transición siguiera su curso, para que prosperara la redacción de la Constitución, para que no se produjera la temida involución muchos de nosotros tuvimos que tragar sapos muy amargos. No lo hicimos por cobardía ni por conformismo, lo hicimos porque creíamos que todos tendríamos que ceder un poco para hacer una sociedad nueva. Pero no todos cedimos por igual. Para decirlo pronto, la derecha cedió muy poco y ante cualquier avance se aprestó a enseñar los dientes.

Hubo grupos que boicotearon encarnizadamente el proceso. Un boicot sangriento que costó muchas vidas. Una reciente publicación habla de 591 muertos por violencia política – de extrema derecha y extrema izquierda, por guerra sucia y por represión – entre 1975 y 1983. De ellos, 188 lo fueron por violencia de origen institucional.

A esta relación corresponden los asesinatos de cinco obreros de Forjas Alavesas de Vitoria el 3 de marzo de 1976 por disparos de la policía armada en el interior de la iglesia donde celebraban una asamblea. Cinco muertos y más de 150 heridos.

O la matanza de Atocha, el 24 de enero de 1977, en la que perdieron la vida otras cinco personas y cuatro quedaron gravemente heridas con secuelas que arrastrarán de por vida, a manos de un comando de extrema derecha.

O la muerte alevosa de Yolanda González, estudiante de 19 años, torturada y asesinada por el Batallón Vasco Español el 1 de enero de 1980.

O Arturo Ruiz, estudiante de bachillerato de 19 años, asesinado por un miembro de los Guerrilleros de Cristo Rey, que ayudaban a la policía a “controlar” las manifestaciones.

Son muertes que nos tocaban de cerca, que nos acorralaban, que nos amenazaban a todos. Era una violencia amedrentadora y de advertencia. Ojo con lo que hacéis que aún tenemos fuerza, venían a decir.

Hubo momentos convulsos. Ocurrieron cosas terribles que hubieran sido suficientes para levantar protestas, para poner en cuestión el proceso y el procedimiento que se estaba siguiendo. Pero las soportamos en aras de la tolerancia. Las sufrimos, digo, quienes teníamos convicciones progresistas. Nadie vinculado al franquismo sufrió por el cambio político. (Porque los asesinatos de Eta no son achacables a la democracia. Mataron con Franco y sin Franco, a la derecha y a la izquierda. Menos a los curas, Eta ha matado indiscriminadamente. Eta mata porque es lo único que sabe hacer).

Muchos sufrimos en carne propia la desmesura – muchas veces consentida – de la derecha, muchos los que tenemos nuestra propia cicatriz de la transición.

Recuerdo aún con estremecimiento un percance que me tocó vivir, bien a mi pesar, en los últimos días de abril de 1976.

Yo asistía a una de aquellas asambleas multitudinarias frecuentes entonces cuando, al mirar por una ventana, ví que se acercaba un furgón de la guardia civil del que se bajaban varios números. Aún estaba fresco el recuerdo de lo ocurrido en Vitoria, así que salí de la sala con el propósito de advertir que la asamblea estaba terminando, que en unos minutos los trabajadores se disolverían y que no sería necesaria ninguna intervención de la fuerza pública.

Uno de los guardias, muy joven, se dirigió a mí apuntándome con el fusil, cortándome el paso. Movía el arma nervioso hasta que hizo tope en mi cuello, debajo de la oreja. Todo fue sentir el frío del cañón y perder la sensibilidad de las piernas. De manera que, en medio de aquella angustia, mi mayor preocupación era que iba a caerme al suelo de un momento a otro porque me había quedado sin piernas de rodilla para abajo.

En aquellos segundos, que a mí me parecieron horas eternas, me daba cuenta de que el guardia estaba muy alterado, sudaba y se agitaba como si fuera a darle un síncope. Detrás de él, otro guardia que parecía el jefe me hacía señas de que me tranquilizara mientras repetía una frase que luego se haría famosa:

- Quieto todo el mundo.

Con gran esfuerzo, conseguí que me saliera la voz y le dije al guardia que me apuntaba:

- Si disparas, sólo vas a conseguir dejar a una criatura huérfana de madre.

Recuerdo que le miré a los ojos y ví en ellos tanto miedo como los que seguramente él vería en los míos. El jefe se acercó por detrás del guardia, cogió el fusil y se llevó a ambos al furgón. Subieron todos al coche y se fueron.

Durante mucho tiempo, me he despertado sintiendo el frío del cañón en el cuello.

Yo no guardo rencor a nadie pero tampoco olvido. Ni olvido ni perdono. Quiero mantener fresca la memoria para que no prospere la mentira, la sobreproducción de tinta de calamar. Y, de vez en cuando, me fuerzo a recordar a Yolanda, y a Arturo, y a los abogados de Atocha, y a los obreros de Vitoria. Y traigo a mi memoria la imagen, ya borrosa, de aquel guardia civil joven que me puso el chopo en el cuello mientras me miraba con cara de espanto. Y recuerdo, sílaba a sílaba, la respuesta de Rodolfo Martín Villa, entonces ministro de Relaciones Sindicales, cuando nos quejamos del trato recibido por las fuerzas de orden público (sic): “Seguramente tienen ustedes razón pero no olviden que una cosa es el derecho y otra la justicia”.

Algunos de los que entonces se guardaron bien las espaldas vuelven ahora gallitos y con ganas de pelea. Sin complejos, como predica Aznar. Asegurando que la transición fue la arcadia feliz.

Entre eso, y que mi madre empieza a contar cosas de mí que no han ocurrido jamás, estoy totalmente perpleja. Ya no sé si mi madre tiene una hija secreta y la confunde conmigo o soy mismamente ET.

sábado, 17 de abril de 2010

La fatalidad


Decimos fatalidad y evocamos el fathum latino, el hado, el destino, lo inevitable.

La fatalidad.

Hay hechos que responden claramente a la fatalidad. Es el caso de esos tipos que pierden el avión y cogen el siguiente, que se estrella en alta mar llevándose a la tumba a todos sus ocupantes. Estaba escrito, dicen los mayores.

La concatenación de desgracias, de tragedias que están ocurriendo en Polonia en los últimos días solo puede obedecer a la fatalidad.

Polonia fue el primer país en desengancharse de la tutela de la antigua Unión Soviética de Repúblicas Socialistas, la vieja URSS. El hecho de que lo hiciera de la mano del sindicato Solidarnos y con la inestimable ayuda económica de la iglesia católica – que todavía está pagando los platos rotos de aquella financiación impulsada por el Papa polaco Juan Pablo II – no merma un ápice el valor de los polacos y su aprecio por las libertades democráticas.

Bien es cierto que la historia les ha ofrecido motivos para que aprecien el valor de una vida sosegada.

La segunda guerra mundial empezó sobre esa tierra cuando Hitler tomó la decisión de invadir Polonia, el 1 de septiembre de 1939. Durante la contienda el país fue masacrado pero, entre todas las penalidades consecuencia de la guerra, un hecho destaca en la memoria de los polacos por su magnitud y la crueldad. El bosque de Katin.

En Katin, en la primavera de 1940, 20.000 prisioneros de guerra fueron ejecutados fríamente por el ejército ruso, siguiendo las órdenes de Stalin, y el crimen fue atribuido a los alemanes. Este hecho ha envenenado las relaciones de los polacos con los rusos que reprochaban a los sucesivos gobiernos rusos la persistencia en la mentira.

Hubo que esperar a Gorbachov, en 1990, para que Rusia reconociera oficialmente la responsabilidad en la masacre. El gobierno ruso admitió la autoría pero no se atrevió a dar el paso siguiente: pedir disculpas por lo ocurrido y homenajear a los asesinados.

Han tenido que pasar otros 20 años y 70 desde que ocurrieron los hechos para que el presidente Putin tomara la iniciativa de rendir homenaje a los polacos muertos en Katin.

El acto se había fijado para el sábado 10 de abril en el mismo bosque de la matanza. Deberían acudir las primeras autoridades rusas y polacas. Los hechos son harto conocidos.


El presidente de Polonia, Lech Kaczynski, hermano gemelo de Jaroslaw, el que fue primer ministro, - y dime tu cuántos casos conoces de gemelos que dirijan un país – el gobernador del banco central, el jefe del estado mayor del ejército y un montón de familiares de los muertos a los que se iba a homenajear viajaban en el mismo avión. Sobre la zona había niebla y los controladores ordenaron al piloto que se desviara al aeropuerto de Moscú. El piloto se empecinó en aterrizar en Smolensks, la ciudad más próxima a Katin. Abundan las sospechas de que fue el propio Kaczynski quien ordenó la maniobra que resultó mortal para asegurarse su participación en el homenaje.

De quienquiera que fuera la idea se llevó por delante la vida de casi un centenar de personas y dejó al país en estado de shock, que no es para menos.


Voy a pasar por alto el pequeño detalle de que algún inspirado tuviera la idea de enterrar los restos del Kaczynski “bueno” y de su mujer María Kaczynska – los gemelos han dado sobradas pruebas de ser dos tipos de aúpa pero el que ha quedado es el más borroka de los dos – en el Castillo Wawl de Cracovia, donde están enterrados los restos de los reyes y héroes nacionales, decisión que ha dividido en dos a la sociedad polaca: los que están a favor y los que creen que haberse estrellado no es lo bastante meritorio para ser enterrado en el equivalente al Escorial español.


O sea, que por si no fuera suficiente con el drama de Katin y con el cisco que ha dejado montado el presidente de cuerpo presente, resulta que en Islandia entra en erupción un volcán de nombre imposible – Eyjafjallojokull - que llevaba dormido 190 años y sus cenizas se esparcen por los cielos de Europa. Un volcán que está a 3.000 kilómetros de Polonia pero que ha tenido la virtud de paralizar el tráfico aéreo de medio mundo y ha dejado en tierra a la mitad de los jefes de Estado que iban a ir al entierro de Kaczynski.

Eso es lo que yo llamaría fatalidad.