martes, 20 de abril de 2010

ET y mi mismidad


A veces tengo la sensación de ser extra terrestre. Oigo comentarios y veo actuaciones que me parecen absolutamente estrambóticas pero nadie dice nada. Todos menos yo parecen entenderlas, como si se tratara de lo más lógico. Así que me digo, nena, lo mismo es que tú no eres de este mundo. Luego busco en el disco duro de mi memoria y encuentro recuerdos de mi infancia más remota así que si me he caído de otro planeta – como el Principito – debió de ser a poco de nacer. Pero no descarto nada.

Una de las extravagancias que más aturdida me tienen últimamente es la que tiene que ver con la producción de tinta de calamar por parte del PP en cuanto alguien menciona el caso Gürtel. Otra es la reiteración de alusiones a la transición como un periodo idílico durante el cual la derecha española se apresuró a arrimar el hombro al empeño común de construir un país democrático.

Voy a dejar de lado la primera cuestión porque tengo comprobado lo caras que están las cremas faciales y no quiero arrugar el ceño, que se me queda la arruga fija. Me centro en los años de la transición.

Algunos eruditos se remontan al 20 de diciembre de 1973, cuando ETA voló el coche de Luis Carrero Blanco, a la sazón presidente del Gobierno, para contar el inicio del proceso de transición porque en ese trance, don Francisco Franco dijo aquello de que no hay mal que por bien no venga. Frase que da una idea de su altura intelectual y de la profundidad de sus sentimientos.

Otros prefieren pensar que el pistoletazo de salida lo dieron los capitanes portugueses el 25 de abril de 1974 a los sones del inolvidable Grandola, vila morena. Sostenían los politólogos de la época que aquello impulsaría un efecto dominó que acabaría con todas las dictaduras del mundo, empezando por la más próxima que era la española.

Yo pongo el punto de partida en el 20 de noviembre de 1975, el día que murió en una cama del Hospital La Paz “el anterior jefe del Estado”, eufemismo con el que encubrimos que aún nos daba miedo decir el dictador.

Porque el sentimiento que recorrió el territorio nacional fue el miedo. Miedo, en primer lugar, a otra guerra civil que nos enfrentara a unos con otros y acabáramos matándonos otra vez y, a partir de ahí, a que el ejército saliera a la calle, a los fulanos de extrema derecha que campaban a sus anchas por las calles del país, a la policía – los grises – que actuaban sin medida ni control.

El miedo fue universal aunque por distintas razones. Hubo quien empezó a temer por su dinero y, en cuanto el general recibió el acta de defunción, se apresuró a trasladarlo al extranjero en maletines, en maletas, en bolsas, en lo que tenía a mano.

Incluso los grupos que habían actuado como oposición al franquismo se movieron con cautela no fuera a ser que los dejaran definitivamente fuera de juego. Porque, al contrario que en Portugal donde se produjo una revolución pacífica que desalojó a Marcelo Caetano, el sucesor del viejo Oliveira Salazar, en España el dictador murió de viejo, de enfermedad y en su cama. Por agotamiento.

Dentro del régimen, hubo quien se percató rápidamente de que Franco no era el Cid y que lo mismo lo de las batallas después de muerto era mera literatura. En consecuencia, se aprestó a mover las cosas siguiendo la máxima lampedusiana de cambiar todo para que nada cambie.

Entre esta gente abundaban los que de niños habían sido flechillas, de jóvenes se afiliaron al SEU y de mayores defendieron ardientemente los sagrados principios del Movimiento Nacional, cuales son: bien están las cosas cuando nosotros gobernamos. Esta militancia les ha permitido vivir plácidamente durante los 40 años de Franco – según ha asegurado hace poco tiempo Jaime Mayor Oreja, ministro de Interior que fue de Aznar, sobrino de Marcelino Oreja, ministro que fue de Suárez – y seguir viviendo con la misma tranquilidad en democracia.

Como eran chicos listos y, en su mayoría, habían heredado de sus mayores la sabiduría “política” y la sagacidad para mantenerse a flote, entendieron rápidamente que si no se adelantaban ellos a hacer los cambios que la sociedad española y los organismos internacionales reclamaban los cambios les vendrían dados dejándolos al margen. La historia asegura que tales cambios fueron impulsados por el rey y no soy yo quien para negarlo.

El caso es que durante los primeros meses, tras la muerte del dictador, permaneció en la Presidencia del Gobierno Carlos Arias Navarro tirando del freno de cualquier intento de apertura política hasta que en julio de 1976 el rey forzó su dimisión y maniobró para que le fuera presentada una terna que incluyera a Adolfo Suárez, al que designó como presidente del Gobierno.

Suárez se aprestó, efectivamente, a pactar con unos y con otros, a dirigir el proceso que había de concluir en el referéndum en el que se aprobaba la Constitución española, el 6 de diciembre de 1978. A partir de ahí, elecciones generales el 1 de marzo de 1979 que dieron el triunfo a la UCD, dimisión de Suárez en enero de 1981, intento de golpe de Estado a cargo del coronel Tejero el 23 de febrero de 1981, presidencia de Leopoldo Calvo Sotelo y el 28 de octubre de 1982 aplastante triunfo del partido socialista, con el que según la mayoría de estudiosos se cierra la transición.

Fueron unos meses frenéticos, un tiempo durante el cual una mayoría de españoles soñó un futuro de concordia, de entendimiento, de paz duradera. Una generación joven – muchos de edad y otros tantos de espíritu - creyó que tenía derecho a vivir en un país moderno y avanzado, homologable a cualquiera del entorno europeo, que todavía nos miraba con recelo.

Fuimos mayoría los que decidimos que queríamos mirar para adelante y apostamos por el futuro sin reproches a quienes durante décadas nos habían mantenido en un callejón sin salida. Para ello, fue preciso no mencionar las miserias de los años negros de dictadura. Esencialmente, porque se necesitaban todas las energías para construir la nueva sociedad pero también por generosidad de los vencidos que representaban la legalidad de la República.

Fuimos mayoría, pero hubo muchas ausencias.

Para que la transición siguiera su curso, para que prosperara la redacción de la Constitución, para que no se produjera la temida involución muchos de nosotros tuvimos que tragar sapos muy amargos. No lo hicimos por cobardía ni por conformismo, lo hicimos porque creíamos que todos tendríamos que ceder un poco para hacer una sociedad nueva. Pero no todos cedimos por igual. Para decirlo pronto, la derecha cedió muy poco y ante cualquier avance se aprestó a enseñar los dientes.

Hubo grupos que boicotearon encarnizadamente el proceso. Un boicot sangriento que costó muchas vidas. Una reciente publicación habla de 591 muertos por violencia política – de extrema derecha y extrema izquierda, por guerra sucia y por represión – entre 1975 y 1983. De ellos, 188 lo fueron por violencia de origen institucional.

A esta relación corresponden los asesinatos de cinco obreros de Forjas Alavesas de Vitoria el 3 de marzo de 1976 por disparos de la policía armada en el interior de la iglesia donde celebraban una asamblea. Cinco muertos y más de 150 heridos.

O la matanza de Atocha, el 24 de enero de 1977, en la que perdieron la vida otras cinco personas y cuatro quedaron gravemente heridas con secuelas que arrastrarán de por vida, a manos de un comando de extrema derecha.

O la muerte alevosa de Yolanda González, estudiante de 19 años, torturada y asesinada por el Batallón Vasco Español el 1 de enero de 1980.

O Arturo Ruiz, estudiante de bachillerato de 19 años, asesinado por un miembro de los Guerrilleros de Cristo Rey, que ayudaban a la policía a “controlar” las manifestaciones.

Son muertes que nos tocaban de cerca, que nos acorralaban, que nos amenazaban a todos. Era una violencia amedrentadora y de advertencia. Ojo con lo que hacéis que aún tenemos fuerza, venían a decir.

Hubo momentos convulsos. Ocurrieron cosas terribles que hubieran sido suficientes para levantar protestas, para poner en cuestión el proceso y el procedimiento que se estaba siguiendo. Pero las soportamos en aras de la tolerancia. Las sufrimos, digo, quienes teníamos convicciones progresistas. Nadie vinculado al franquismo sufrió por el cambio político. (Porque los asesinatos de Eta no son achacables a la democracia. Mataron con Franco y sin Franco, a la derecha y a la izquierda. Menos a los curas, Eta ha matado indiscriminadamente. Eta mata porque es lo único que sabe hacer).

Muchos sufrimos en carne propia la desmesura – muchas veces consentida – de la derecha, muchos los que tenemos nuestra propia cicatriz de la transición.

Recuerdo aún con estremecimiento un percance que me tocó vivir, bien a mi pesar, en los últimos días de abril de 1976.

Yo asistía a una de aquellas asambleas multitudinarias frecuentes entonces cuando, al mirar por una ventana, ví que se acercaba un furgón de la guardia civil del que se bajaban varios números. Aún estaba fresco el recuerdo de lo ocurrido en Vitoria, así que salí de la sala con el propósito de advertir que la asamblea estaba terminando, que en unos minutos los trabajadores se disolverían y que no sería necesaria ninguna intervención de la fuerza pública.

Uno de los guardias, muy joven, se dirigió a mí apuntándome con el fusil, cortándome el paso. Movía el arma nervioso hasta que hizo tope en mi cuello, debajo de la oreja. Todo fue sentir el frío del cañón y perder la sensibilidad de las piernas. De manera que, en medio de aquella angustia, mi mayor preocupación era que iba a caerme al suelo de un momento a otro porque me había quedado sin piernas de rodilla para abajo.

En aquellos segundos, que a mí me parecieron horas eternas, me daba cuenta de que el guardia estaba muy alterado, sudaba y se agitaba como si fuera a darle un síncope. Detrás de él, otro guardia que parecía el jefe me hacía señas de que me tranquilizara mientras repetía una frase que luego se haría famosa:

- Quieto todo el mundo.

Con gran esfuerzo, conseguí que me saliera la voz y le dije al guardia que me apuntaba:

- Si disparas, sólo vas a conseguir dejar a una criatura huérfana de madre.

Recuerdo que le miré a los ojos y ví en ellos tanto miedo como los que seguramente él vería en los míos. El jefe se acercó por detrás del guardia, cogió el fusil y se llevó a ambos al furgón. Subieron todos al coche y se fueron.

Durante mucho tiempo, me he despertado sintiendo el frío del cañón en el cuello.

Yo no guardo rencor a nadie pero tampoco olvido. Ni olvido ni perdono. Quiero mantener fresca la memoria para que no prospere la mentira, la sobreproducción de tinta de calamar. Y, de vez en cuando, me fuerzo a recordar a Yolanda, y a Arturo, y a los abogados de Atocha, y a los obreros de Vitoria. Y traigo a mi memoria la imagen, ya borrosa, de aquel guardia civil joven que me puso el chopo en el cuello mientras me miraba con cara de espanto. Y recuerdo, sílaba a sílaba, la respuesta de Rodolfo Martín Villa, entonces ministro de Relaciones Sindicales, cuando nos quejamos del trato recibido por las fuerzas de orden público (sic): “Seguramente tienen ustedes razón pero no olviden que una cosa es el derecho y otra la justicia”.

Algunos de los que entonces se guardaron bien las espaldas vuelven ahora gallitos y con ganas de pelea. Sin complejos, como predica Aznar. Asegurando que la transición fue la arcadia feliz.

Entre eso, y que mi madre empieza a contar cosas de mí que no han ocurrido jamás, estoy totalmente perpleja. Ya no sé si mi madre tiene una hija secreta y la confunde conmigo o soy mismamente ET.

4 comentarios:

Uma dijo...

lo siento tiza...demasiada politica para mi body!
besos

Anónimo dijo...

Puff tengo los pelos de punta ! por supuesto que no se puede olvidar ni perdonar sucesos como estos !

No me cabía ninguna duda de que sabes muy bien de lo que hablas, lo que no intuía es que lo viviste en primera persona !

Que terror debiste sentir !

Cuanta injustícia ! que fácil es poner una capa de maquillaje y tapar lo que no conviene ...
que impotencia y cuanta indignación !

Por cierto, veo que también te has apuntado a leer "El tiempo entre costuras" a ver si te gusta tanto como a mi.

Besos !

La de la tiza dijo...

Uma: es verdad, también para mi body es too much.
Pero es que estamos rodeados. La política es lo que nos permite vivir mejor o peor, tener una buena (o mala) sanidad, protección o no a la infancia (en África la mayoría de niños no superan los 5 años), a la maternidad, buena (o mala) enseñanza, pensiones...
Lo que te digo, rodeaditos nos tienen.

La de la tiza dijo...

Bet: es lo que tiene cumplir años que has vivido más que cuando no los has cumplido.
Estoy enfrascadita con la lectura, cualquier día me paso de parada en el metro. He terminado hace poco la trilogía de Arturo Barea "La forja de un rebelde", uno de cuyos libros trata también esa época, desde otro prisma, claro. Me parece mejor escritor Barea. Ya te diré al final, aún voy por la mitad.