sábado, 18 de septiembre de 2010

Menú agridulce


Me gustan los sábados más que cualquier otro día de la semana. Es, además, un día que me cunde. Guiso, compro, paseo, leo, me encuentro con los amigos y aún me queda un día libre por delante: el domingo.

Hoy habíamos hecho planes para ir a ver la exposición fotográfica de Isabel Muñoz en Caixaforum, después de haber guisoteado un poco.


Me disponía a guisar una sopa de tomate con higos, del recetario de Valdomicer, cuando me entra en el buzón electrónico un mensaje que relata la historia de una niña palestina que precisa ser intervenida para no perder la vista.

¿Alguien puede operar a Romza, por favor? es el grito que lanza a los cuatro vientos.

Probablemente, el caso de la pequeña palestina se resuelva y sea operada, a pesar de que la el servicio de salud que gestiona doña Esperanza Aguirre no sea el dato más alentador. Quiero ser optimista por esta vez.

Quiero recordar, para apelar a ese optimismo, a los cientos de niños palestinos o saharauis que cada año son traidos por diferentes asociaciones y acogidos por familias españolas. Son niños que necesitan atención sanitaria o, simplemente, alimentación equilibrada de las que carecen en sus lugares de origen. Por lo general, esos niños son atendidos por médicos españoles, en centros públicos o privados con los que las asociaciones suelen pactar previamente la asistencia.


Por duro que suene tal afirmación, los que vienen son niños privilegiados. Siquiera sea por unas semanas pueden gozar de lo que para nosotros es habitual y para ellos excepcional: agua, comida, una casa confortable, una vida sin sobresaltos, sin ataques, sin persecución. Como la pequeña Romza hay miles de niños que nunca serán protagonistas de ninguna noticia. Niños que crecen en campos de refugiados, condenados desde antes de nacer a vivir en condiciones miserables, a quienes se les ha hurtado el futuro, carne de cañón en los enfrentamientos entre intereses encontrados.


He visto sus caras en las que asoman las preguntas que nadie es capaz de responder. En las que va naciendo el rencor y el odio que condicionan su existencia. Recuerdo sus caritas, sus poblados, y, una vez más, me pregunto qué puedo hacer por ellos. Y, como tantas veces me ha sucedido, sólo se me ocurre contarlo.


Hay que contar una y mil veces lo que se ha visto. Hay que recordar que nuestros niños y nosotros somos unos privilegiados, pero somos minoría. El 80% de la población del mundo carece de lo que nosotros consideramos imprescindible porque el 20% de la población acapara el 80% de los bienes del mundo.


Cuando termino de guisar la sopa de tomate, nos dirigimos a Caixaforum. La mañana está agradable y hay bastantes personas paseando que se paran a ver la exposición de fotos bajo el edificio volado.


La muestra abunda sobre la ya sabido. Los niños son las primeras víctimas de la injusticia en que se sustenta lo que llamamos mundo desarrollado. Volvemos a casa hablando sobre ello. En el camino, fotografío a dos niños que juegan juntos en la plaza. Uno es blanco y otro negro pero ellos aún no lo saben.


La sopa de tomate con higos es una receta exquisita pero hoy tiene un sabor agridulce.

4 comentarios:

Pilar Abalorios dijo...

Lo triste es que alguien le explicará a ambos cual es la diferencia.
Decirlo, contarlo, saberlo, poner un grano de arena que se volará por el camino, muy poco para lo mucho que hece falta. Pero tampoco se que otra cosa podemos hacer.

Tita dijo...

Antes me ponía triste con la realidad de otras fronteras. Desde que fuimos padres, somos incapaces de soportar un telediario con los ojos secos.

El otro día leí (tengo que buscarlo) que no debemos preocuparnos por el mundo al que traemos a nuestros hijos.

Debemos preocuparnos por los hijos que dejamos a este mundo, porque serán el mañana.

Y en esas estoy, aplicada en que ellas (mis niñas) sean conscientes y capaces de aportar aunque sea medio kilo más que yo a disminuir las desigualdades.

Gracias, como siempre, por escribirlo

Un abrazo apretao

La de la tiza dijo...

Pilar: lo que les explicarán es que la diferencia no está en la piel, sino en el estatus. Seguirán siendo amigos si ambos pertenecen a la misma clase social: la que da el dinero.
Tita: yo también he tenido siempre ese principio pero eso no impide que algunas imágenes, por conocidas que sean, me produzcan cierta congoja.

Anónimo dijo...

Que triste y dura realidad, te admiro por como lo escribes y aportas tu grano de arena.