martes, 4 de enero de 2011

Primer tango en el pueblo

El domingo, segundo día del año 2011, me levanto pronto, me ducho tranquilamente, antes de que las hordas se despierten y haya colas en el baño, me tomo un café, me pongo un chaquetón de piel sintética, que compré en una tienda supermoderna y superpija cuando mi chico y yo éramos novios, me calzo unas botas con piel interior que ya eran viejas cuando conocieron al chaquetón, me enrollo una bufanda al cuello, busco mis guantes y, bien abrigada, salgo a la calle. Naturalmente, no hay un alma; todos duermen y, si alguien ha madrugado, se resguarda dentro de casa de la rasca que hace fuera.

Voy paseando hasta el alto de la iglesia, desde donde se divisa una planicie de muchos kilómetros cuadrados. La iglesia del pueblo debió levantarse alrededor de los siglos XI o XII, cuando la reconquista se afianzó por estas tierras. Es pequeña pero bien proporcionada y conserva una portada románica que debió conocer mejores momentos pero mantiene las proporciones y la magia de los hermanos constructores.

En ellos, en los constructores del románico, pienso cuando me siento en el poyete que recorre la fachada y me recuesto en el lienzo de piedra, protegida del viento que sopla a esas horas, fino pero helado. Contemplo, una vez más, los canecillos bajo el alero, piadosos y provocadores a un tiempo. ¡Qué hermosos legados nos dejaron estos sabios anónimos! ¡Qué profundos conocimientos debían tener sobre arquitectura, sobre astronomía, sobre filosofía! ¿Qué pensarían del mundo que les tocó vivir cuando esculpían esas piezas que yo contemplo ahora? ¿Qué esperarían del año 1011 los habitantes de estas tierras?

Me he escapado antes de que la casa se despierte porque necesito un rato para mí sola. Porque quiero ser consciente de lo que tengo, de lo que vivo, de lo que me rodea, de los privilegios que poseo sin mérito mayor que quien carece de todo eso que yo recibo gratuitamente. Me he escapado porque quiero disfrutar de un rato de silencio y soledad para pensar tranquilamente. Para saborear este momento de felicidad plena que estoy viviendo y archivarlo en la memoria para poderlo recuperar cuando sólo sea un recuerdo del pasado. Soy feliz, me repito, feliz, feliz, feliz. No se te olvide, nena, estos momentos son breves y fugaces. Disfrútalos y guárdalos bien guardados.

Quisiera preguntar a los sabios constructores del románico. ¿Cómo puedo devolver tanto como me ha regalado la vida? Miro el rostro sonriente de un canecillo que me mira ahí arriba y pienso que es la misma expresión que debo de tener bajo el pellejo sintético y la bufanda. Cuando bajo la mirada mi chico está frente a mí.

- ¿Cómo has sabido dónde estaba?

- Descartado el Corte Inglés…bromea. A lo mejor es porque te conozco un poco, ¿no?

- Me he despertado pronto y no he querido molestarte, me justifico.

- Están todos durmiendo, esos no dan el ombligo hasta mediodía, dice.

- A mí me duele el estómago de tanto comer y de tanto reirme.

- ¿Adonde quieres que vayamos?, propone, repentinamente.

- En cuanto acaben de desfilar todos, a nuestra casa a descansar, respondo sin pensarlo dos veces.

- No ahora sino el próximo fin de año, responde. Yo ya no estoy para una juerga así al año.

- Creía que te habías divertido.

- Mucho, lo he pasado muy bien, pero la próxima Nochevieja nos vamos tú y yo solos a cualquier lugar perdido en el mapa, y no decimos a nadie dónde estamos, ¿te parece?, me dice cogiéndome las manos para calentármelas.

- Lo que tú digas, respondo.

Se sienta a mi lado y hace ademán de cerrarme el chaquetón para protegerme del frío. Pasa la mano por la calva que tiene la piel desde hace años. En silencio, los dos recordamos. Una madrugada de invierno, salíamos de El Pintor, un bar en el que echábamos la espuela en aquella época, y a Roberto se le escapó una brizna encendida del cigarrillo que prendió en la fibra sintética del chaquetón y dejó esa calva en la piel.

- ¿Cuánto tiempo ha pasado?, oigo a mi chico.

- Más de veinte años, ya han pasado más de veinte años de casi todo, contesto.

Roberto era un amigo común de mi chico y mío antes de que nosotros pensáramos el uno en el otro. Un tipo grandón y cariñoso, inteligente e ingenuo. Se autoerigió en el ángel protector de nuestra relación y pasó a ser ese hermano pequeño que ninguno de los dos teníamos. Era divertido e incansable, capaz de cualquier estratagema por seguir la fiesta. Únicamente nos dio un disgusto: el día que apareció muerto en su casa, sólo frente al televisor. Se le ha roto el corazón, dijo el médico. Y debía ser verdad, de grande que lo tenía.

El recuerdo de Roberto me hace un nudo en la garganta que se deshace en un llanto tranquilo. Cuando termino de limpiarme las lágrimas distingo a lo lejos una pareja que se dirige adonde estamos.

- Creo que son los chicos.

Efectivamente, suben la cuesta agarraditos los dos, como cantara Maria Dolores Pradera, sin percatarse que los estamos observando. Cuando culminan la subida nos descubren.

- ¿Qué hacéis aquí a estas horas?, pregunta el Heredero.

- Tomar un rato la fresca, respondo.

La Miss me mira a los ojos, todavía húmedos, se sienta a mi lado y me pregunta:

- ¿Estás bien?

- Muy bien, muy contenta y muy feliz de veros a vosotros y de estar todos juntos. Estaría mucho mejor si no hubiera comido tanto y si hubiera bebido un poco menos, pero, salvo ese detalle, estoy bien, respondo.

El Heredero se sienta al lado de mi chico.

- Estás hecho un jabato, macho, qué aguante tenéis los de este pueblo.

- Lo da el clima, explica el jabato, aquí el que ha sobrevivido a estos hielos y no ha perecido con la solanera del verano, si ha superado la adolescencia, luego está preparado para resistir un bombardeo.

- Ha sido muy emocionante, murmura la Miss, el mejor fin de año de mi vida.

- Y creo que uno de los mejores de tu madre, añade el Heredero, mientras nos reímos los cuatro.

- No quiero ni pensar en las consecuencias de esa metamorfosis, añade la Miss, con cierta perplejidad.

En realidad, Gigi ya había dado muestras de cierta disposición de ánimo durante el largo fin de semana de la inmaculada constitución. Mientras la mayoría de nosotros apreciábamos el cansancio de las sucesivas meriendas y chuletadas trufadas de sesiones de cante y bailes variados, ella se había ido creciendo y entrando en materia. Me di cuenta de que algo estaba cambiando la mañana que se presentó en la cocina a desayunar con su melena al aire, el pelo recogido apenas con dos peinetas de concha, a juego con varias pulseras y unos pendientes, todo de carey legítimo.

- ¡Qué bonitas!, mi cuñada le alaba los adornos.

- Me las compró Ignacio en un viaje que hizo a Cuba hace dos o tres años, aclara la alabada.

- Te advierto que la tortuga carey es una especia protegida, dice mi chico, que es un aficionado a los documentales de La 2 y tiene localizadas todas las especies animales.

- Ay, pues ya lo siento, no lo sabía, lamenta la santa madre.

- Por esta vez pase, pero que no se repita, mi chico finge enfado, mientras le pasa el brazo por el hombro, amigablemente.

- Bueno, pues échale la bronca a Ignacio que es quien las compró, contesta Gigi, siguiendo la broma.

- Se lo perdonaremos por lo guapa que estás, la piropea.

- ¿Tú crees?, dice ella con ingenuidad no sé si genuina o fingida.

- Lo creo yo y el papa de Roma, chata, responde mi chico, muy sinceramente.

Como el florilegio se prolonga, y tenemos la percepción de que los santos padres vascos son un pelín estirados, protocolarios y muy comm’il faut, me siento en la obligación de explicar a la Miss, por lo bajinis, que mi chico es así, cariñoso y próximo con todo el mundo, incluidas las amigas, no vaya a ser que la santa madre se nos moleste o llegue Ignacio, encuentre a mi chico medio abrazado a Gigi y le dé un algo al vasco.

- Déjala a la pobre que disfrute un rato, si hace años que no se ve en otra parecida, me responde la Miss al oído.

- ¿En cuál otra?, pregunto yo, sin entender a qué se refiere.

- Una mano de hombre encima, responde la hija con toda naturalidad.

- Nena, pordios, ¿qué dices?, digo, alarmada.

- Lo que has oído exactamente.

- Oye, que mi chico a los efectos no es un hombre, es un consuegro, digo por decir algo, mientras noto que mi disco duro interno empieza a hacer brrrruuummm, brrruuummm a todo meter.

- ¿A ti qué más te da? Déjala, mujer, si tú lo tienes seguro, dice, con la misma naturalidad que si estuviera hablando del tiempo.

Digo que voy a lavarme las manos y la Miss me sigue al baño. Mamen observa la maniobra y viene detrás.

- ¿Y tu padre?, pregunto yo, que a veces soy medio tonta, tiene razón Mamen.

- Ingeniero de caminos, canales y puertas, responde sarcástica. Se las ingenia para abrirse de vez en cuando y se sabe todos los procedimientos para dar puerta a mi madre y largarse él solito por tierra, mar y aire. Sin mencionar a sus secretarias. Toda la vida ha tenido dos tipos: su Merche histórica, pura eficiencia, que tiene su mesa alejada del despacho de mi padre, y luego, una retahíla de go-gos que vienen a durarle una media de seis meses, un año la que más, con despacho anexo al del jefe. Mi padre es un pendón desorejado y mi madre una beata ignorante de la vida que vive confortable en la ignorancia; podría haber sido peor pero es así. ¿Qué más quieres que te cuente?

- No quiero que me cuentes nada, hija, prefiero no saber esas cosas, le digo con el corazón en la mano, metafóricamente, porque noto cómo el pecho me hace toc, toc, toc, de la impresión.

- ¡Vaya película!, dice Mamen cuando consigue reponerse de la confidencia. ¿Y tú no podrías hacer algo para sacarla de ese mundo suyo?

- ¿Qué quieres que le diga? ¿Qué los niños ya no vienen de París?, contesta la nuera en ciernes.

Yo me he quedado muda y mira que no es fácil. Mamen no abre la boca, lo cual raya en lo paranormal.

- Así que, anda, déjala que disfrute un poco con tu chico, concluye la Miss.

Salgo disparada del baño. Cuando llego a la cocina están todos desayunando. Gigi y mi cuñada hablan de las joyas de la princesa Leticia y de una tiara que le ha regalado el príncipe de Asturias. Mi suegro explica a Ignacio que antaño cultivaba en un huerto garbanzos y lentejas para el consumo de la casa, Charly intenta conectarse a internet en su portátil y mi chico prepara la segunda cafetera. Me acerco y me pongo de puntillas para darle un beso en el cogote. Me devuelve una sonrisa.

- ¿Dónde os habíais metido?

- En el baño, dándonos un retoque, digo.

- Pues venga, a desayunar todo el mundo, no se nos vaya a hacer tarde para comer, ordena.

Yo miro disimuladamente a Gigi - y corroboro la impresión inicial de que hoy está más guapa – y a Ignacio, que luce poderoso como siempre. Los hay cabritos, pienso.

- Las hay tontas, pero tontas de verdad, murmura Mamen mientras me pasa una tostada. Y no sé a quién de las dos expertas en joyería real se refiere.

Hemos quedado con los amigos del pueblo para tomar café en el merendero de mi suegro. Convenimos en comer cada cual en su casa algo ligero, que nos permita hacer la digestión de lo que llevamos engullido en los días anteriores. A las cuatro aparecen Maite y Dani con botellas de coñac y una caja de pastas de manteca. Les pisan los talones Begoña y Jesús con más pastas y whisky. Así, hasta que la sala se va llenando. Vitorchu y la mujer traen turrones de Bilbao.

Alguien ha venido con un juego de dardos. Los hombres se retan entre ellos, todos son campeones en potencia. Mi cuñada está echando su siesta sagrada. Gigi se sienta entre la Miss y Mamen. A mí me da rubor mirarla por si me lee el pensamiento. Finjo que sigo las incidencias de los dardos.

- Ignacio tiene muy buena puntería, dice Gigi.

- A ver si tienes un Cupido y no lo sabes, oigo decir a Mamen.

- Eso para estos jóvenes, responde Gigi, señalando al Heredero, que le dice algo al oído a la Miss, muy sonrientes ambos. Yo soy un poco mayor para esas cosas.

- ¿Para qué cosas?, se lanza Mamen y yo noto que me flojean las piernas. Ya verás cómo nos metemos en un jardín a lo tonto, pienso. Trato de hacerle señas de que lo deje pero mi amiga no se digna mirarme.

- Para las cosas del corazón, contesta Gigi.

- Yo no me refería al corazón exactamente, Mamen va suelta.

- ¿A qué te referías?

- Podíamos poner música, corto el diálogo porque quiero que el fin de semana siga por los cauces cordiales (de cordialidad y del corazón).

Las tres nos aplicamos a poner en marcha el compact disc que está abandonado en un rincón y a elegir música no estridente. Finalmente, conseguimos que el artefacto suene. He puesto los grandes éxitos de Charles Aznavour.

- Ay, cómo me gustaba Charles cuando yo era joven, dice Gigi, entusiasmada.

- Y a mí, decimos al alimón Mamen y yo.

Apaga la luz - se oye de repente - yo te haré saber … y con frenesí, loco de emoción, voy a hacer de ti mi mejor canción, resuena en la sala. Los chicos de los dardos se vuelven, sorprendidos, mientras Aznavour canta: apaga la luz, solo yo y túuuuuuu…

- ¿De dónde ha salido esa música?, dice Ignacio.

- De mi colección personal e intransferible, le miro, retadora.

- La conozco mejor, me responde.

- Y yo, pero eso es lo que hay de momento, insisto.

- Con esa musiquilla nos dormimos, tercia mi chico. Terminamos la partida y buscamos en el desván, seguro que hay más discos.

Media hora después hemos recopilado discos y cedés como para completar un programa de peticiones del oyente de varias horas. Cada cual solicita lo que le gusta, ganan Elvis y Pink Floid, pero las chicas nos empeñamos en Aznavour y Luis Eduardo Aute. Mamen ha encontrado un LP de Nuevo Mester de Juglaría y se afana en buscar un pick up.

- Hubo un tiempo en que ésta y yo no nos perdíamos un recital suyo, explica a Gigi sobre el grupo de folk.

- En el palomar hay un tocadiscos, asegura mi chico, y creo que en el desván hay otro.

Rebuscamos en el desván hasta que lo encontramos. Lo enchufamos y funciona.

- Hay que seguir un orden, dice mi chico, templando gaitas como siempre, cuando hayamos oído la primera tanda de cedés ponemos el tocadiscos.

- Yo soy la mujer del dueño ¿tengo alguna preferencia?, alego.

- Sí, estás la primera en mi lista para bailar un twist, me dice.

Efectivamente, despejamos la sala y nos ponemos a bailar. Mi chico es un bailón pero yo soy una sosa, aunque le pongo interés. Nos bailamos el twist como si tuviéramos veinte años – más o menos -. Luego, Mamen, que es la bailonga auténtica, se marca un rock and roll con mi chico mientras a mí se me cae la baba mirándole. En el siguiente twist, Ignacio saca a bailar a Mamen. Lo bordan. Mi chico baila con Gigi, que se mueve muy, pero que muy bien.

- A mí me gustan los tangos, pide Gigi, cuando vuelve de la pista.

- No lo trabajamos mucho, pero voy a ver, le digo.

Encontramos una selección de Frank Purcell. Madrededios, ¿De cuándo serán estos discos?, pienso.

- Esos son míos, viene a aclarar mi cuñada, que se tiene muy trabajado el concepto de la propiedad privada.

- Pues, hale, sal a bailar, le reto. Pero ella no se mueve.

Cuando por fin suena el tango, Mario dice que él ha aprendido a bailarlo en Buenos Aires y que nos va a hacer una demostración que vamos a saber lo que es bueno.

- A ver, una voluntaria que me haga el honor de acompañarme, solicita.

Yo me atornillo el trasero al asiento, sospecho que va a salir Mamen pero, ante mi sorpresa, veo que Gigi se levanta y se va hacia Mario.

- Acepto con mucho gusto.

Miro a Ignacio y creo percibir un gesto de sorpresa, que disimula. En eso se nota también que estos chicos son de buena cuna, que es difícil saber lo que piensan realmente.

Mario agarra a Gigi tal que así y, te lo aseguro, se marcan un tangazo arrabalero que nos deja a todos mudos y paralizados de admiración. Ahora sé de dónde ha sacado las piernas esta criatura, pienso, mirando a la Miss, que sigue el baile de su madre con la boca abierta. El Heredero tiene una media sonrisilla un poco zorrera. Cuando se percata de que le miro, me guiña un ojo.

- Joder, con la santa madre, murmura Mamen.

Cuando terminan aplaudimos como posesos. Incluso Ignacio. Gigi se acerca a nosotras y pregunta, en su ingenuidad:

- ¿Qué tal?

- No he visto una cosa así en mi vida, respondo, sincera.

- Qué amable eres, dice ella.

- De amable nada, la pura verdad, insisto.

- ¿Dónde has aprendido tú a bailar ese tango?, interroga Mamen.

- Una tata francesa que tuve de pequeña me enseñó a bailar tango y cancán. Hacía años que no lo bailaba pero debe ser como andar en bici que nunca se olvida, nos cuenta.

- El cancán para el próximo día, le anima Mamen.

Y entonces alguien propone que en Nochevieja montemos un guateque formal. Con música de nuestros años mozos. Mario se acerca a Gigi.

- Si me permites, nosotros repetimos el tango.

Ignacio, muy campechano, muy jovial, simpatiquísimo, con un aire así a lo Bertín Osborne, se adelanta y le responde:

- El primer tango se lo tengo solicitado yo, ¿verdad, cariño?, autoafirma con la santa madre.

Gigi responde que naturalmente.

13 comentarios:

Tita dijo...

Con la boca abierta me tienes con la Gigi, por todo, desde el canalla de Ignacio hasta el último tango en el pueblo.

Eso sí, con el ojo aún húmedo por vuestro amigo Roberto. Me alegro de esa calva en la chaqueta. Esos pequeños detalles que no nos permiten abandonar nunca los recuerdos.

Magnífico post, como siempre...un pelín más largo...vamos, que te podías esforzar y alargarlo pelín más jajajajaja

Abrazos apretaos

La de la tiza dijo...

Tita, pero tú no tenías que estar pariendo? ¿Qué haces por estos lares?
Que te tengo muy presente, nena.

Tita dijo...

Hoy hago 39 semanas...podría estar pariendo, pero hasta el martes que viene no salgo de cuentas.

¡Qué largo!

Besos

La de la tiza dijo...

Tennos enseguida al corriente de cómo ha ido todo.
Te mando un abrazo apretado y calentito.

Tita dijo...

Por supuesto que sí.

Mandamé tu e-mail a amorycocina@gmail.com

Por las fotos y eso....

Nela dijo...

Un pacer descubrirte y poder leerte.
Besos
nela

La de la tiza dijo...

Bienvenida, Nela, está en tu casa.

Pilar Abalorios dijo...

Emocionante, tierno, indignante, melancólico...lo tiene todo, Tiza, te estás superando entrada a entrada.

Ya te dije que desde el visón a la remangillé Gigi iba mejorando...

Sigue, sigue...

Besos

Pilar Abalorios dijo...

(no es posible que te enamore el románico) No puedes ser tan perfecta.

Tita dijo...

¿Románico?

A nuestra Tiza le cuadra más que a nadie.

Majestuosamente...discreto, grande, sólido pero elegante en su robustez....de alma y principios.

Anónimo dijo...

Pero que bien lo habeis pasado estos días en el pueblo !
He disfrutado mucho leyendo los últimos cinco posts de tirada.

¡Besos!

Valdomicer dijo...

Tienes que publicarlo.
¡Tienes que publicarlo!.

La de la tiza dijo...

Pilar: es lo que pasa cuando una tiene muchos visones a cuestas. Y sí, me gusta mucho, mucho el románico pero no creo que tenga que ver con mi hipotética e incierta perfección sino con la de quienes construyeron semejantes maravillas.
Bet: se hace lo que se puede, nena.
Valdo: hay que proteger los árboles. ¡Hay que proteger los árboles!