miércoles, 23 de marzo de 2011

Mis lugares amados: Oslo y Cabo Norte

 El comentario que Juani ha dejado en un post ya antiguo sobre Port Etienne y unas fotos más recientes del Cabo da Roca colgadas por Valdomicer, me han hecho evocar algunos de mis lugares amados: La Habana, Estambul, Florencia, Venecia, París, Lisboa, Oslo, Cabo Norte… De éstos últimos quiero hablar hoy.

Visité Oslo por razones de trabajo. No tengo, por tanto, impresiones de turista o de viajera y bien que lo siento porque me dio la impresión de que sus habitantes gozan de un alto nivel de vida y disponen de muchos y muy agradables lugares de disfrute.

A la capital noruega se suele llegar por barco o vía aérea. Yo llegué en avión y ahí tuve la primera sorpresa. El aeropuerto se encuentra en la abertura de un fiordo, de manera que cuando el avión desciende el viajero que mira por la ventanilla ve agua a un lado y a otro pero no tierra. El avión sigue perdiendo altura y la tierra sigue sin aparecer. Hasta que el aparato aterriza el viajero primerizo teme que se trate de un amerizaje forzoso. Al menos, yo lo temí.

La segunda sorpresa es encontrar multitud de personas en bañador a orillas de los fiordos y en los parques. Cientos de personas de toda edad tumbados en la hierba disfrutando de los rayos de sol, que allí es un bien escaso y muy apreciado.

La siguiente impresión es la de una ciudad verde. Miles, millones de metros cuadrados de jardines, bosquecillos, zonas de recreo. Eso y sus grandes y amplias avenidas imprimen a la ciudad un aire grato, acogedor y habitable.

La vida cotidiana en los países nórdicos debe ser dura en invierno pero yo estuve en Noruega en verano y me pareció una delicia. Una temperatura agradable, noches sin oscuridad. Es una sensación extraña salir al aire libre de madrugada y encontrar claridad. No es exactamente como pleno día pero sí esa luz tibia que aquí identificamos con el atardecer.

Noruega es un país largo y estrecho. Las ciudades se levantan próximas a la costa porque el interior es inhóspito. El medio de transporte más habitual es el avión, hay un centenar de aeropuertos en menos de 400.000 kilómetros cuadrados y para menos de cinco millones de habitantes. Los noruegos cogen el avión como aquí el autobús. Igual. Pequeñas avionetas que abortan el despegue si alguien llega corriendo con sus paquetillos a cuestas. En quince días que estuve, aterricé y despegué 18 veces.

Esa facilidad de recorrer distancias me permitió visitar Tronheim, Tromso o Bergen, ciudades de aspecto antiguo y modos ultramodernos.

A las islas Lofoten fui en barco, debidamente protegida con un traje impermeable, como si fuera a la luna.

Con olas que yo creí que se iban a tragar el barco y a nosotros, de una tacada. Nos libramos y así pude disfrutar del espectáculo de miles de frailecillos, unos pájaros de colorines.

En Noruega (también en Suecia, Finlandia y Rusia) habitan los sami – a quienes nosotros llamamos lapones – un pueblo antiguo y trashumante, dedicado tradicionalmente al pastoreo de renos.

Hoy, los lapones están perfectamente integrados en la sociedad donde viven pero, de cara al turismo, muestran sus cabañas, sus renos, sus trajes y todos sus archiperres. Cuando los turistas vuelven a sus hoteles ellos van a sus casas, modernas y bien acondicionadas, como las de cualquier noruego.

Nos agasajaron con carne de reno ahumada. Yo, que soy de buen comer, no tengo experiencia en ingesta de suela de zapato pero aquello me pareció lo más parecido. Aparte de esta experiencia digestiva, el reno de la exhibición la cogió conmigo y me seguía allí donde iba. El lapón aseguraba que el animal era pacífico pero se trataba de un ejemplar adulto con una cornamenta descomunal que trataba de jugar conmigo. Terminaron por atar al bicho que optó por berrear desaforadamente.

- Deja usted aquí un corazón roto, decía el lapón al despedirnos, señalando al reno. Ya ves tú, qué manera más tonta de triunfar.

En aquel viaje – que fue riquísimo en experiencias y conocimiento – comí bacalao y salmón de todas las maneras imaginables. En una de las degustaciones que nos ofrecieron habían preparado el bacalao de 30 formas diferentes. Menos mal que soy ictiófaga (con permiso de doña Ana Botella).

Y aunque Oslo me pareció una ciudad ideal para vivir, en realidad mi rincón amado de Noruega es el Cabo Norte, el punto más septentrional de Europa.

Un risco de más de 300 metros de altura sobre el nivel del mar, lugar sagrado de los antiguos pobladores que rendían tributo a sus dioses arrojando víctimas propiciatorias desde tamaña altura. Sólo de pensar que hay quien escala esa pared desde el mar produce escalofrío.

El lugar es de una belleza impactante. Se oye el rugido del mar con un eco telúrico y en el horizonte se adivina el Polo Norte, tras las islas Svalbard. En el centro de la explanada se alza un monumento dedicado a los niños del mundo.

Pasé allí un rato largo, sola - lo cual no es fácil porque el sitio es frecuentado por viajeros de todo el mundo – a media noche, con el sol brumoso en lontananza.

De pronto, me descubrí llorando. Supongo que es una suma de belleza, placidez, plenitud, ausencias. O que soy llorona. Siempre que evoco aquel viaje, recuerdo ese momento. Es uno de los sitios más hermosos que conozco.

Como los noruegos son muy civilizados – y acogedores – en el mismo Cabo Norte han levantado un complejo turístico que tiene la particularidad de otorgar títulos de “caballeros” del Cabo Norte. Título que tengo el honor de poseer, aquí donde lo ves. Además del correspondiente diploma acreditativo, la investidura consiste en una insignia de solapa pequeñita, poco más que una lenteja. Cada vez que me la pongo – de pascuas a ramos, por cierto – siempre hay alguien que me pregunta por su significado.

Aquel viaje me dejó recuerdos sorprendentes. Mares helados, islas perdidas, renos procaces, aviones como autobuses y allá a lo lejos, el Cabo Norte: el punto más septentrional de Europa…

9 comentarios:

LA ALEGRÍA DE LA REHUERTA dijo...

¡Preciosoooo!

Valdomicer dijo...

Cuanto me alegra que haya sido evocación y no nostalgia lo que te han traído nuestras entradas. Lo digo porque los que tenemos la manía de somatizarlo todo lo pasamos muy mal.
¿Ves? A mí, sin ir más lejos, los frailecillos me han hecho recordar el viaje a Dublín que hicimos desde Gales en un moderno catamarán. Allí los había a millones.
Para los que creen en la metempsicosis, el reno es el recuerdo de algún amor olvidado.
Hoy hemos estado disfrutando del espectáculo de los cerezos en flor y me he metido para el cuerpo un "chute" de primavera que me ha sentado fatal.

La de la tiza dijo...

Alegría de la Rehuerta: gracias.
Valdo: soy poco dada a nostalgias, más bien del género disfrutón. Del tipo que cuando me quieren dar un disgusto, no lo cojo. Y el reno aquél no era un recuerdo, era un bicho como un camión, empeñado en seguirme y jugar con aquella enramada que tenía por cornamente.
Cuidado con la primavera.
Besos

Tita dijo...

Qué hermosura de recuerdo...gracias por este post tan íntimo y delicioso. Las fotos son maravillosas

Pilar Abalorios dijo...

Me ha gustado sentarme a tu lado comtemplando lo que quizás pareciera otro modo del fin del mundo.

Gracias por el viaje, y sobre todo por las fotos, son impresionantes.

Un beso

Anónimo dijo...

Me ha encantado el viaje, la crónica y las fotos, que bonito !
ains ya me pica el gusanillo viajero.

¡Besos!

ODRY dijo...

No sólo son fotos preciosas y un viaje maravilloso, si no lo más importante lo que enriquece el viajar. ¿Verdad?


Un besazo.

Uma dijo...

Como siempre me gusta lo que cuentas y la forma de contarlo! gracias por compartirlo.

Sergio DS dijo...

...acabará por no casarse, ya verás.
:)